martes, 15 de mayo de 2007

La Iglesia y su contexto a fines del siglo XX

1. El contexto DENTRO de la Iglesia

Este mensaje es muy importante porque, invocando el nombre del Señor y la autoridad de su Palabra, vamos a contemplar el marco en el que se desenvuelven las iglesias evangélicas de la Argentina, y particularmente la nuestra, en los presentes umbrales del siglo XXI. Hay un pasaje bíblico que en nuestros días se menciona con mucha frecuencia, aunque a veces es mal interpretado. En la epístola a los Romanos 12:2 leemos: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”. En la Versión Popular leemos: “No vivan ya según los criterios del tiempo presente; al contrario, cambien su manera de pensar para que así cambie su manera de vivir y lleguen a conocer la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le es grato, lo que es perfecto”. Hay que notar que la “renovación” en este pasaje tiene un “para qué”. No se trata de una “renovación” al gusto de cada uno, sino de una renovación del entendimiento, de nuestra mente, para conocer y comprobar cuál es la voluntad de Dios y, por supuesto, hacerla.

No se trata de una renovación meramente litúrgica o cúltica, sino de una renovación ética. No se trata de una renovación de las formas visibles y audibles de la adoración o la alabanza, sino de una renovación de la manera de vivir. No se trata de una renovación al estilo “islámico”, que cree tener la verdad suprema y pretende que los demás la acepten, sí o sí, sino de una renovación que, como dice el versículo 3, hace que “cada cual… no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura”. Tampoco se trata de una renovación que se produce por mera imitación de lo que otros hacen o dicen, conformándose a la mentalidad mágica o mística de este siglo (que se muestra en las sectas, en los Rolling Stones, y en otros fenómenos multitudinarios), sino de una renovación comprometida con la santidad y con la justicia, que dé respuesta a las verdaderas necesidades del hombre total.

Uno de los problemas más serios y menos comprendidos que afectan a las iglesias de hoy es la vigencia de una idea filosófica, emparentada con el gnosticismo y el neoplatonismo, que supone que Dios es un Ser que produce emanaciones, energías o sustancias, que surgen del Todopoderoso como rayos de luz, casi al estilo de las enseñanzas de la Nueva Era. Así se llega paulatinamente al concepto de “unción”, una emanación divina que se deposita sobre los creyentes, como si no fuera suficiente la presencia del Espíritu Santo en cada verdadero hijo de Dios. Se dice que es un poder que emana de Dios, y que se manifiesta en el ser humano como una energía que en un preciso instante es recibida desde el Espíritu Santo. La idea es que la unción viene “desde afuera” (p.ej., “¡ahí va el Espíritu, sobre los que están parados en ese lugar!”), más como “unción” que como “Persona”. Pero sabemos bien que, conforme a las enseñanzas de las Sagradas Escrituras, la Persona del Espíritu Santo ya está en nosotros desde el mismo día que aceptamos a Jesucristo como nuestro Señor y Salvador.

Según la Biblia, nosotros somos testigos del Ungido (“me seréis testigos”, Hechos 1:8) y no de la “unción”. Las ceremonias de “infusión espiritual” (por las que se transmite la llamada “unción”), frecuentes en nuestro tiempo, son características de una filosofía que puede arrastrar a mucha gente al doloroso terreno de la apostasía profetizada en el Nuevo Testamento. Además, numerosos cristianos se exponen a caer en el grueso error de desestimar lo que Dios ha hecho a través de la historia de la iglesia de Cristo en sus distintas épocas, y olvidar la “grande nube de testigos” que tenemos en derredor nuestro (Hebreos 11:1-40, ídem. 12:1-3).

Actualmente estos problemas se agudizan a causa de los frecuentes casos de delirio místico. El doctor Jorge León, evangélico, conocido experto en enfermedades mentales, dice que “el delirio místico es una de las claras manifestaciones de la enfermedad mental”. Y agrega: “Podemos distinguir la experiencia sana de la experiencia enferma gracias a ciertas características que tienen las personas alucinadas o delirantes. Voy a enumerar algunas de ellas: (1) La persona enferma se cree elegida por Dios para ser depositaria de una revelación que la coloca en un lugar privilegiado. No importa si lo que dice que se le ha revelado está de acuerdo con la Sagrada Escritura o con la lógica. Este es el caso del señor Smith, fundador de la Iglesia Mormona, y de otros grupos de ayer y de hoy. (2) La persona enferma se cree dueña de la verdad absoluta. Todos los que no crean en su doctrina están equivocados. (3) Por lo tanto, se esforzará para convencer a todo el mundo de su verdad. (4) Se presenta como un nuevo Mesías, aunque no lo exprese en público. No es más que un delirante”. Dice después el doctor León: “Contra este tipo de delirio nos advierte el pastor brasileño Caio Favio. Tomando como base la epístola de Judas, Favio ha escrito un libro que recomiendo, dice León: El síndrome de Lucifer. Un síndrome consta de varios síntomas, y el primero que señala Favio es el misticismo patológico. Dice: “ A menudo observamos a las personas que entran en conflicto con la verdad de la Biblia en nombre de revelaciones espirituales. Por no tener bases suficientemente bíblicas para sustentar su argumento, apelan al pretexto de la ‘revelación divina’ que han recibido, para así silenciar los cuestionamientos”.

Claramente se refiere a las alucinaciones cuando añade: “No olvidemos que Judas señala que uno de los síntomas de Lucifer es el uso alucinado de la mística. Él dice que estos hombres están “alucinados en sus delirios” (Biblia de Jerusalén):” Y agrega el doctor León: “Tengo la impresión de que para lograr un auténtico avivamiento espiritual es necesario que los pastores y líderes laicos tengamos suficiente información científica para distinguir entre lo sano y lo enfermo en una experiencia que se supone es espiritual”. (Dr. Jorge León, Boletín Nº 68 de la Fraternidad Teológica Latinoamericana, páginas 58-59).

Algunas de las personas que padecen desajustes emocionales, disturbios psicológicos, conflictos familiares, problemas éticos, u otros antecedentes que dan origen a algún tipo de patología mental, suelen aferrarse a una supuesta “experiencia espiritual”, tratando así de convivir con su falta de sanidad interior. Por ejemplo, quienes viven en la frontera entre lo bueno y lo malo, (en la “zona gris”), están muy expuestos a caer en ese tipo de crisis. Lo mismo podría ocurrir con los que no han superado las vivencias traumáticas de su pasado, o con quienes arrastran sentimientos de culpa. Además, hay otros que llegan a protagonizar cultos entusiastas tan sólo para descargar sus tensiones, buscando algo así como una catarsis, o una “liturgia terapéutica”, pero no una genuina adoración a Dios.

Otra vertiente del contexto en que nos movemos es el renovado énfasis en los milagros. ¡Como si nunca hubiesen ocurrido!. Ya dije que así no se hace justicia al obrar de Dios en la historia de su iglesia a través de los siglos. Siempre es indispensable identificar a los “hacedores de milagros”, ya que cualquier milagro no es en sí una demostración de la autenticidad del movimiento del Espíritu (ver San Mateo 7:21-23), Hoy hacen “milagros” los espiritistas, los santos y las vírgenes de diversos cultos, la Difunta Correa, los brujos de Haití, los “pais” de Umbanda, etcétera, más una infinidad de curanderos y sectas. Pero, además de milagros que podrían atribuirse a fuerzas demoníacas, deben tenerse en cuenta las sanidades psicosomáticas, que se pueden explicar científicamente sin necesidad de pensar en influencias sobrenaturales. La Biblia dice que una gran multitud seguía a Jesús “porque veían las señales que hacía en los enfermos” (Juan 6:2,22-24), pero después de oír su predicación “muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él” (Juan 6: 60-66). El punto clave es el mensaje, no los milagros.

Muchos miles siguieron a Jesús viendo sus milagros, pero en el aposento alto sólo ciento veinte perseveraron en oración (Hechos 1:15) y apenas quinientos lo reconocieron después de la resurrección (1ª Corintios 15:6). Jesús advirtió que “se levantarán falsos cristos, y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios, de tal manera que engañarán, si fuere posible, aun a los escogidos” (Mateo 24:24). La Biblia dice que el falso profeta que acompaña al Anticristo “hace grandes señales, de tal manera que aun hace descender fuego del cielo a la tierra delante de los hombres. Y engaña a los moradores de la tierra con las señales que se le ha permitido hacer en presencia de la bestia” (Apocalipsis 13:13-14). Los magos de Egipto también imitaron los milagros que Dios hizo por medio de Moisés y Aarón (Éxodo 7:11 hasta 8:7). Los milagros, pues, no son una demostración definitiva del obrar de Dios. Falsos cristos y falsos profetas también pueden hacerlos.

El desmedido énfasis en los milagros produce frustración cuando el esperado milagro no se produce. Es frecuente, por ejemplo, vincular sanidad con exorcismo, reprendiendo al demonio que, según esa doctrina, produce la enfermedad. Surge así el ministerio del “sanador y exorcista” que aparece en diversos movimientos carismáticos y en distintas religiones. Pero cuando la sanidad no ocurre alguien podría preguntarse si el exorcismo fracasó porque el demonio era más fuerte o el sanador carecía de poder. Entonces se afirma que el enfermo “no tuvo fe”, o que su liberación “no era la voluntad de Dios”, ¡como si Dios no quisiera liberar a los oprimidos por el diablo!. La respuesta correcta es que la base doctrinal de ese tipo de ministerio no es correcta.

Y bien hermanos, hoy me he atrevido a ocupar este púlpito para referirme a algunos de los aspectos del “contexto interno” en muchas iglesias evangélicas en nuestros días. Otros aspectos ya han sido considerados en mis mensajes de los recientes años. Pero antes de terminar les invito a dirigir también la mirada hacia el contexto fuera de nuestras iglesias.

2. El contexto FUERA de la Iglesia

Tratando de ser objetivos podemos empezar afirmando que hoy la gente no tiene interés en concurrir a las iglesias, salvo que sea atraída por dudosas promesas de prosperidad, milagros y bienestar general. El cuadro debe medirse no por el tamaño de los templos, estadios, u otros lugares de reunión, sino por el enorme número de las personas sin Cristo, hostiles o indiferentes, que están fuera de nuestras iglesias y de nuestras actividades. Además, quedan sin incluir muchos que, aunque asisten a los cultos, por su manera de vivir y sentir están muy lejos de lo que pide el Señor.

Para referirme al contexto exterior, que afecta profundamente a las iglesias evangélicas, mi propósito de hoy es enfatizar que, ante la realidad de un mundo indiferente a los valores de la genuina vida cristiana, es imposible que nuestras iglesias sigan funcionando de la misma manera que lo hacían hace cincuenta años. No me refiero a la música ni a otras innovaciones litúrgicas que no constituyen el fondo de la cuestión. Las renovaciones musicales y litúrgicas han ocurrido muchas veces en el curso de la historia. Han sido fenómenos locales, o regionales, o nacionales, o internacionales, que han contribuido a la formación de nuestra himnología y a la evolución de las formas de culto. Pero hoy no vamos a detenemos en ese tipo de análisis, que está suficientemente documentado en muchos libros. Lo que nos interesa ahora es cómo responder a las necesidades del hombre y la mujer, del ser humano total, en este tiempo de postmodernidad.

Quisiera llamarlos a asumir una nueva perspectiva de la misión de la iglesia ante los millones que no oyen el mensaje de salvación, y exhortarlos a pensar que si las gentes no asisten a nuestras iglesias somos nosotros los que debemos ir a la gente. Es indispensable que consideremos el contexto en que se mueven las multitudes a nuestro alrededor y de qué manera podemos y debemos llegar hasta ellas con el evangelio de nuestro Señor Jesucristo. Esta inquietud tendría que ser el permanente tema de nuestros estudios y de nuestra acción.


* Mensaje predicado el 10 de abril de 1998 a la Iglesia Evangélica Bautista Argentina del Distrito Arroyito, Rosario.

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