viernes, 18 de mayo de 2007

ME GUSTA ESCRIBIR.

Mi nieta, una joven espléndida, me acompaña en mis caminatas o en charlas que compartimos frente a un café del centro o en alguna biblioteca abierta al público. Como yo tengo algunas limitaciones físicas (un moderado parkinsonismo), ella suele ayudarme a llevar materiales, libros, carpetas y todo eso que disfrutamos los amantes de la literatura. Otras hermanas y hermanos también cargan con mis papeles, especialmente en congresos y otros encuentros, y me acompañan con toda buena voluntad. De ellos he recibido mucho, y han sido instrumentos que Dios ha usado para hacerme crecer. Creo que el apóstol Pablo pensaba lo mismo sobre libros y pergaminos (2ª Timoteo 4:13). Gracias al Señor por tantos ayudantes.

martes, 15 de mayo de 2007

10 lecciones sobre liderazgo que aprendí a fuerza de golpes

Primera lección: «Por la gracia de Dios soy lo que soy»

No sé si todos los líderes sienten lo mismo, pero a mí me agrada ser líder. Cuando era adolescente me preguntaba interiormente si eso no sería un pecado. ¿Es pecado sentirse a gusto como líder?… Sí, cuando te mueve el orgullo. No, cuando sientes que Dios te llama a servir. Pero ¿qué pasa cuando ocurren ambas cosas al mismo tiempo?… Me sentía llamado a servir, pero el problema era mi orgullo. Tenía quince años y era presidente de la unión de jóvenes de mi iglesia. Deseaba ser admirado, elogiado, respetado. Soñaba con caminar en medio de la multitud y que la gente dijera al verme pasar: «Allí va Samuel, el líder». Soñaba con recibir aplausos y halagos. No era consciente de mis faltas. Días atrás un periodista le preguntó a una mujer que tiene liderazgo político en la Argentina: «Señora, ¿cuáles son sus defectos?» Ella contestó: «Mi defecto es no saber cuáles son mis defectos». Así era yo. En mi adolescencia imaginé que el diablo me llevaba a un monte para ofrecerme la fama y la gloria de este mundo. Una vez pensé en eso y tuve miedo. Lo recordé años después en Barcelona, cuando el pastor Bonet me condujo hasta la cumbre del monte Tibidabo para mostrarme una espléndida visión panorámica de aquella ciudad, y me preguntó: «¿Sabes por qué este monte se llama Tibidabo?». «No», —le contesté. «Hay una vieja leyenda», —me dijo, «que supone que aquí Satanás le mostró a Jesús el mundo y su gloria diciéndole: «Tibidabo, te lo daré». No lo he olvidado. He aprendido que en el liderazgo hay muchas tentaciones de gloria. Todo líder puede encontrarse con un Tibidabo. El Señor tuvo que quebrantarme un día, tiempo después, hasta llevarme a reconocer, como el apóstol Pablo, que tan sólo «por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Co. 15:10).

Segunda lección: Ser líder no significa ser juez

Tenía dieciocho años y había ido a predicar ante una pequeña congregación en uno de los suburbios más pobres de la ciudad. Con el impulso propio de la edad dije algunas palabras muy fuertes, amonestando a los hermanos. Uno de ellos, anciano, interrumpió mi sermón y, puesto en pie, me dijo: «Usted es un mentiroso y un hipócrita». No supe qué hacer ni qué decir. En ese momento todos guardaron silencio y yo me sentí impulsado a abandonar el púlpito. Pero no lo hice. Con los ojos nublados por las lágrimas traté de terminar mi mensaje sin referirme al incidente, agregué algunas frases más o menos incoherentes, e inmediatamente regresé a mi casa. Me sentía profundamente herido, humillado, agraviado, y lloré largamente. No quise reconocer que en mi mensaje yo había sido injusto con la congregación. Tampoco pensé que la reacción del anciano que me había reprendido era comprensible, pues había sido provocada por mi propia altivez. Además, considerándome lastimado por una grave ofensa, no tenía la menor intención de perdonar al culpable de esa agresión verbal. Comencé a cultivar pensamientos tan extravagantes como: «Esto me pasa por ser líder. Es el precio que tengo que pagar por el liderazgo. Soy una víctima de la agresión del pueblo, como Moisés en el desierto», etcétera. Hay muchos líderes que se sienten víctimas. En esos días me sentí un líder víctima. Es más cómodo sentirse víctima de una injusticia ajena que reconocer la injusticia propia. Abusando de mi condición de «líder incipiente» yo había prejuzgado a un grupo de fieles cristianos. Ser líder no significa ser juez. Gracias a Dios, muy poco tiempo después el anciano y yo pudimos llegar a una genuina reconciliación y a comprender mejor los valores del pasaje de Mateo 7:1-5.

Tercera lección: Además de ser fuerte, el líder debe saber perdonar

Esta lección se parece a la anterior, pero no es igual. En mis años de estudiante me tocó leer la novela gauchesca Don Segundo Sombra, del autor argentino Ricardo Güiraldes. Me sentí impactado por un pasaje en el que un hombre le daba algunos latigazos a un joven y le decía: «¡Hacete duro muchacho!» (hazte duro, muchacho). El doctor Stanley Jones, médico misionero en la India, afirmaba que sería ideal que el buen líder tuviera piel de rinoceronte (¿o de hipopótamo?) para no sentirse herido por las flechas de sus adversarios. Desde distintos ángulos ambos escritores enfatizaban la importancia de la fortaleza del líder o del futuro líder. A veces un líder es objeto de ataques injustos, de acusaciones falsas, de intrigas palaciegas carnales. ¿Qué debe hacer? ¿lamentarse? ¿abandonar la carrera? ¿darse por vencido? Los grandes hombres de la Biblia pasaban a través de tales crisis tomados de la mano de Dios. El apóstol dijo a los cristianos de Corinto: «Yo en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, o por tribunal humano; y ni aun yo me juzgo a mí mismo. Porque aunque de nada tengo mala conciencia, no por eso soy justificado, pero el que me juzga es el Señor» (2 Co. 4:3,4). El verdadero líder es fuerte. El verdadero líder sigue adelante. El verdadero líder ama a toda la gente. El verdadero líder perdona, como el gran líder Esteban perdonó a sus victimarios.

Cuarta lección: «El líder cristiano no da órdenes, sino que las recibe del gran Jefe y las obedece»

Varios pastores viajábamos en un autobús rumbo al sur de la Argentina. A mi lado se sentó un veterano siervo de Dios, mucho mayor que yo. En un momento de la conversación me dijo: «Casi todo líder suele atravesar un proceso hacia la madurez. Durante el primer período cree que puede alcanzar todo lo que se proponga. En el segundo período se siente frustrado y piensa que no puede hacer nada. Y en el tercer período comprende, por fin, que sólo Dios es el que hace todas las cosas». Aunque no se lo dije, yo me sentía en el segundo período, ¡y en el primero me había ido bastante mal!… Tenía poco más de veinticinco años de edad. Había alcanzado ciertas ventajas materiales en una gran compañía de seguros, ocupaba también varios cargos denominacionales, pero me sentía desconcertado. Las cosas no salían como yo quería. No estaba satisfecho. En realidad, arrastrado por la inercia, seguía dedicándome a las tareas del primer período, pero ya no creía que podría conseguir todo lo que me propusiera. Me hallaba exactamente en la condición descrita por mi compañero de viaje. Pensaba que no podía hacer nada más. Pero, a causa de la plática, vinieron a mi memoria unas palabras de la Biblia: «Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad» (Fil 2:13) ¿Qué lugar había dado a Dios en mis planes?… Claro, eran mis planes. Yo los hacía, y después pedía que Dios «pusiese su sello de aprobación». No estaba habituado a pensar seriamente en los planes del Señor y seguirlos. Un amigo me dijo una vez: «El líder cristiano no da órdenes. El líder cristiano recibe órdenes del Gran Jefe y las obedece». Tenía razón. Tuve que aprenderlo.

Quinta lección: Un líder debe trabajar en equipo

En los primeros años de mi liderazgo pretendía hacer todas las cosas solo. No sabía trabajar en equipo. A veces me sentaba ante la máquina de escribir hasta la madrugada. Viajaba por la noche a Buenos Aires (o a otra ciudad), tenía reuniones todo el día, y regresaba a Rosario viajando otra vez durante la noche siguiente. Generalmente eso ocurría los sábados. Cuando llegaba a mi casa ya era la mañana del domingo y debía ir a predicar a la iglesia, además de enseñar en una clase de la escuela dominical. Después comía velozmente, dormía una breve siesta e iba a ocupar nuevamente el púlpito. Durante la semana también trabajaba con un ritmo acelerado y obsesivo. Así se veía afectada mi vida familiar y se deterioraba mi salud física, emocional y espiritual. En lo físico, porque no tenía suficiente descanso. En lo emocional, porque vivía preso de toda clase de tensiones. En lo espiritual, porque era mal mayordomo del tiempo y eso me llevaba a abandonar responsabilidades en el hogar y a descuidar muchos aspectos de la misión de la iglesia. Muchas veces mi esposa tenía que reemplazarme. Pero un día, durante los momentos humorísticos de un campamento evangélico, unos jóvenes imitaron risueñamente mi manera de ser. Lo hicieron con mucha sabiduría. Esa hora amena me trajo un mensaje del cielo. Fue como la voz de Jetro diciéndole a Moisés: «No está bien lo que haces. Desfallecerás del todo… No podrás hacerlo tú solo» (Ex. 18:17,18). Y el consejo de Jetro seguía: «Además escoge tú de entre todo el pueblo varones de virtud, temerosos de Dios, varones de verdad, que aborrezcan la avaricia; y ponlos sobre el pueblo por jefes de millares, de centenas, de cincuenta y de diez. Ellos juzgarán al pueblo en todo tiempo; y todo asunto grave lo traerán a ti, y ellos juzgarán todo asunto pequeño. Así aliviarás la carga sobre ti, y la llevarán ellos contigo» (vv. 21,22). Hasta entonces Moisés contaba con el apoyo de «los ancianos de Israel» (Ex. 3:16), pero en el ejercicio concreto del liderazgo y la atención del pueblo, él estaba completamente solo (Ex. 18:13-16). Necesitaba tener un equipo bien organizado, un grupo de colaboradores con quienes compartir el liderazgo. Jetro le mostró el camino. Y a mí también. Un líder debe trabajar en equipo.

Sexta lección: El líder sabe ganar y perder sus batallas

Todo líder tiene que acostumbrarse a perder algunas batallas. A veces perdemos en un debate con los demás miembros del equipo, porque los demás tienen razón y nosotros no. Otras veces, aunque tengamos la razón, también perdemos porque ellos analizan el asunto desde otro punto de vista. Lo difícil es decidir qué pasos vamos a dar después de perder la batalla. En general, las batallas protagonizadas por el liderazgo no son sobre temas teológicos sino sobre criterios administrativos y otros asuntos prácticos. Por ejemplo, suele ser un debate relativo a la computadora que hay que comprar para la tesorería, porque es necesario reemplazar el modelo que estamos usando actualmente. O una discusión sobre las características que debe tener la ampliación y reparación del edificio dedicado a la educación cristiana. O un estudio para coordinar los calendarios de actividades de todos los organismos de nuestra iglesia. Etcétera. Si perdemos la batalla, el primer paso es aceptar la voluntad de la mayoría, salvo que la mayoría haya tomado decisiones antibíblicas, como —por ejemplo— suprimir la Cena del Señor, abandonar la práctica del bautismo, o negar alguna doctrina fundamental. Fuera de tales excepciones, es bueno someterse democráticamente a lo que los demás hayan resuelto aunque no nos agrade el tipo de computadora o el color de la pintura del edificio. El segundo paso es no comentar con otros hermanos nuestro disgusto por la decisión adoptada. La siembra de críticas produce malos frutos, sobre todo cuando procede de un líder. El líder no ha de ser hipersensible, sino maduro.

Hay denominaciones, iglesias y organismos varios que eligen a sus directivos mediante el voto de sus miembros. Si un líder no resulta nombrado, debe aceptar ese hecho sin sentirse menospreciado por sus hermanos. El liderazgo no siempre depende del cargo que uno ocupa. A Diótrefes le gustaba «tener el primer lugar entre ellos» (3 Jn. 9); pero él no era realmente un líder. Los que no son verdaderos líderes se envuelven en guerras despiadadas contra hermanos que están en el liderazgo, como si ignorasen que Dios nos ha dado espíritu de dominio propio (2 Ti. 1:7) para todas las circunstancias.

El tercer paso es orar por los que ganaron la batalla y brindarles nuestro amor fraternal. Un predicador latinoamericano dice: «no ores a los santos; ora por los santos, por tus hermanos en la fe». La oración favorece la unidad. En mi congregación hay un equipo de 56 líderes fieles, hombres y mujeres que sirven al Señor y trabajan en la iglesia. No todos piensan igual. No todos tienen los mismos criterios. Pero ellos saben ganar y, sobre todo, saben perder batallas. Permanecen unidos en sus respectivos ministerios, sin magnificar sus diferencias de opinión. Eso es lo que Pablo pidió a Evodia y a Síntique (Flp. 4:2). Así la iglesia de Filipos podía regocijarse en el Señor.

Séptima lección: Las críticas deben hacer crecer al líder

Un buen líder no debe limitarse a aceptar las críticas. También tiene que investigar si las críticas son fundadas y cambiar lo que haya que cambiar. No es extraño que algunas veces los líderes oigamos ciertas críticas asumiendo una actitud de tolerancia y benevolencia, para después echarlas en saco roto sin analizarlas seriamente. Por supuesto, no sería sano rasgarnos las vestiduras y mesarnos los cabellos si creemos que las críticas son injustas (tal vez no sean tan injustas). Pero tampoco es sano actuar con indiferencia ante las críticas razonables. Es obvio que todo líder está expuesto a la crítica, porque cumple su ministerio ante la mirada de muchos. Pero no debe ignorar la opinión de sus críticos. Jesús preguntaba: ¿Quién dice la gente que soy yo?» (Lc. 9:18). Había distintas respuestas en cuanto a su identidad. También había personas que lo admiraban y otras que lo rechazaban. A veces caemos en el error de citar al Quijote cuando dice: «¿Ladran, Sancho? Señal que cabalgamos». Es mejor dejar a Cervantes y averiguar si las críticas pueden ayudar a mejorarnos y crecer. Hay líderes que imaginan que cada crítica es un ataque. Es mejor reconocer que cada crítica es un desafío, un reto que nos impulsa a seguir perfeccionando nuestro ministerio. Yo agradezco a mis críticos. Unos corrigieron mis errores en el púlpito. Otros señalaron mis defectos en el ministerio. Algunos me dieron nuevas ideas. Hubo cosas que me dolieron, y otras me hicieron sonreir. Pero todas las críticas son y siguen siendo útiles. Pienso que, en última instancia, las críticas son herramientas en las manos del Gran Alfarero.

Octava lección: Los líderes deben tomar decisiones difíciles, confiando en el Señor

Años atrás unos jóvenes me preguntaron si entre los instrumentos musicales que se usaban en el culto podían incluir una batería (un conjunto de instrumentos de percusión como los que tienen las bandas de rock, jazz y otros ritmos). Como entonces el uso de las baterías no se había generalizado tuve algunas dudas. Pensé en las tradiciones de mis padres y otros antepasados. Consideré también las antiguas costumbres de algunos diáconos y ancianos de la congregación que antaño habían llegado desde distintas regiones de España, Polonia y Holanda. Y contemplé, además, lo que dirían otras iglesias y otros líderes. Durante unos días tuve la intención de contestar «no». Hubo una época en que el órgano, el piano y el armonio a pedal eran los únicos instrumentos musicales aceptados en los cultos. Me acordaba de los muchos hermanos mayores que se habían escandalizado por el uso de guitarras en las reuniones. Sin embargo, leyendo el salmo 150 y otros pasajes vi que la Biblia apoyaba el uso de toda clase de instrumentos en la alabanza. Entonces dije que «sí»

La historia no terminó allí. Pocas semanas después un anciano de la congregación enfermó gravemente. Me llamó a su lecho de muerte y me dijo: «Mi última voluntad es que en la iglesia deje de usarse la batería. Que tal instrumento nunca vuelva a oírse en los cultos». Por supuesto, no era el momento de iniciar una discusión. Leímos unas porciones de la Biblia, como el salmo 23 y otros pasajes de inspiración, y oramos. Pocas horas después, este querido anciano partió a la eternidad. ¡Pero varios hermanos se habían enterado de su última voluntad! ¿Qué hacer? Se planteaba un conflicto entre la voluntad del anciano, la de los jóvenes y, por encima de todo, la de Dios. Como líder debía tomar una decisión en consulta con mi equipo, o tendría que llevar el asunto a la asamblea general de los creyentes miembros de la iglesia para que ellos resolvieran el problema después de un debate que podría causar dolorosos enfrentamientos. Oramos mucho y pensamos: «Un día estaremos en el cielo con este amado anciano, y allí conversaremos sobre el tema. Mientras tanto, por ahora vamos a seguir usando la batería en los cultos y veremos qué pasa». Nadie se opuso, y la iglesia fue grandemente bendecida. Muchos jóvenes fueron ganados para Cristo. Aquella batería se siguió usando con inteligencia, sin caer en el vicio del ruido ensordecedor. Hemos aprendido que Dios quiere que los líderes se atrevan a tomar decisiones difíciles, confiando en Él. «Jehová dijo a Moisés: ¿Por que clamas a mí? Di a los hijos de Israel que marchen» (Ex. 14:15).

Novena lección: El líder no debe tener un ministerio selectivo para agradar y satisfacer

En un hermoso país, que aquí prefiero no identificar, fui invitado a predicar en varias campañas de evangelización durante un mes en distintas ciudades, como lo hacía de vez en cuando en otros lugares. En una de las cruzadas me acompañó todos los días un buen cantante cristiano. La noche de apertura, mientras él cantaba su primera canción, algunos muchachos se burlaron a gritos, le silbaron y le arrojaron colillas de cigarrillos y cáscaras o pieles de frutas. Después todo prosiguió normalmente. El programa de la comisión organizadora indicaba que en el momento de la invitación el cantante debía entonar el himno «Tal como soy» u otro similar. El pianista tocó el preludio dos o tres veces, pero el cantante se negó a cantar. Fue un momento difícil, aunque ello no impidió que hubiera decisiones. Al terminar la reunión conversé con él. Me dijo literalmente: «No quiero cantar para un público inculto». Le contesté: «Tú no debes cantar para el público. Tú tienes que cantar para Dios. Además, entre ese público, como tú lo llamas, hay centenares de personas que necesitan entregarse a Cristo. Invítalas con tu canto a aceptar al Señor. No eres un artista que busca los aplausos de la gente. Eres un líder que conduce a las almas a los pies del Salvador». Pero mi exhortación fue inútil. Aquel cantante, joven aún, quería tener un ministerio selectivo, destinado a los que él deseaba halagar y satisfacer, que supieran apreciar su arte, su calidad interpretativa, y no a aquellos que él consideraba «público inculto». Esto ocurrió hace mucho tiempo, pero entonces me hice una pregunta que sigo repitiendo: ¿No hay líderes de todo tipo, no sólo cantantes, que por su propia decisión se limitan a ministerios selectivos, buscando agradar a determinado tipo de personas al margen de las verdaderas necesidades de la gente sin Cristo y del pueblo de Dios? ¿no se parecen a los falsos profetas?… Durante la «reunión cumbre» de los reyes Acab, de Israel, y Josafat, de Judá, unos cuatrocientos profetas falsos se complacían en halagar a los distinguidos soberanos y sus acompañantes. Se trataba de un público selecto. Había que decir y hacer cosas agradables. El líder del grupo, Sedequías, hijo de Quenaana, aseguraba que Jehová le había revelado que Acab y Josafat se apoderarían de la ciudad de Ramot de Galaad, que estaba bajo el control de Siria. Eso era lo que los reyes querían oír. Sin embargo, perdieron la guerra (1 Re 22 y 2 Cr. 18).

Décima lección: El líder no debe sacar ventaja propia de sus relaciones con políticos

En América Latina la inestabilidad política no es extraña. En su historia se notan con cierta frecuencia los cambios de gobierno por golpes de estado o movimientos revolucionarios. La actividad de las guerrillas ya no sorprende a nadie. El problema para un líder cristiano es el riesgo de equivocar su estrategia. He predicado en casi todos los países de América Latina, con toda clase de gobiernos. Años atrás, al terminar un programa de televisión en un país que no era el mío, recibí la llamada de un dictador latinoamericano. Me llamó directamente a la estación, un minuto después de haber finalizado mi plática, y me dijo: «Preséntese mañana a las 10 a.m. en el Palacio de Gobierno. Identifíquese ante la guardia, y ellos lo llevarán a mi despacho. Quiero que conversemos personalmente». Como es lógico me presenté a la hora señalada y fui inmediatamente recibido por el Jefe de Estado. Se interesó en mi nacionalidad y origen étnico. Luego me preguntó: «¿Cree usted realmente en lo que dijo ayer por televisión?» Su inquietud era auténtica. Más adelante me dijo: «Comprenda usted que yo no puedo hacerme protestante. Tengo compromisos». Hablamos durante unos quince minutos. Me dijo que a lo largo de su gobierno había sido visitado por religiosos de distintas iglesias: «Me regalan Biblias, rezan y se van. Creo que algunos, no todos, utilizan estas entrevistas para hacerse propaganda». Me pareció que el dictador podía estar equivocado. Los líderes deben ser prudentes. Al despedirnos confesó que le interesaría mantener una buena relación con Dios. Ese había sido el tema de nuestra conversación. El rey Agripa dijo a Pablo: «Por poco me persuades a ser cristiano» (Hch. 26:28). Pero antes Pablo le había dicho que él había sido enviado por Jesús a abrir los ojos de los gentiles «para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios» (v. 18). El apóstol no intentó utilizar la entrevista con el rey Agripa en beneficio propio. Es otra lección importante.


-Publicado en Apuntes Pastorales, Volumen XVII, número 2.

El Código Da Vinci - Cuento para niños

Mucha gente se alarma por ”El Código Da Vinci”, una producción cinematográfica basada en la novela del mismo nombre, cuyo estreno ha despertado curiosidad y polémicas en casi todo el mundo. Los que se alarman creen que esta película va a ser catastrófica para la religión cristiana y sus milenarias instituciones, porque contradice a la Biblia, denuncia los supuestos manejos del Opus Dei, y describe el romance de Jesucristo con María Magdalena, entre otras cosas.

El público discute si todo eso es verdad o ficción. En realidad, la gente sabe poco o nada de historia bíblica, y millones de espectadores opinan sin haber leído jamás las Sagradas Escrituras del cristianismo. Muchos saben más sobre Harry Potter que sobre el profeta Isaías o sobre la epístola a los Filipenses. Algunos gobernantes asumen el poder jurando sobre biblias que nunca leen ni obedecen. Poco importa, pues, que una película ponga en tela de juicio la veracidad de algún relato del Nuevo Testamento.

Toda esta alarma parece más bien una maniobra publicitaria para lanzar al mercado un espectáculo que podría ser una especie de “Harry Potter para adultos”. La alta crítica de los siglos XIX y XX también inventó historias sobre la vida de Jesús y sobre la Iglesia. Escribieron hombres como Voltaire, Robert Ingersoll, Ernest Renán, Taylor Caldwell, Jess Stearn, nuestro propio Lisandro de la Torre, y muchos más, sin lograr el derrumbe del cristianismo.

A la gente le agrada sentarse en la silla del transgresor y atacar los altos valores de la fe. Va ahora al cine y alimenta sus dudas. Ignora que Jesucristo dijo “YO edificaré mi Iglesia”. Nada ni nadie puede derribar lo que Él construye. En realidad, no vale la pena rasgarse las vestiduras. Jesucristo y su Iglesia son inconmovibles.

La Iglesia y su contexto a fines del siglo XX

1. El contexto DENTRO de la Iglesia

Este mensaje es muy importante porque, invocando el nombre del Señor y la autoridad de su Palabra, vamos a contemplar el marco en el que se desenvuelven las iglesias evangélicas de la Argentina, y particularmente la nuestra, en los presentes umbrales del siglo XXI. Hay un pasaje bíblico que en nuestros días se menciona con mucha frecuencia, aunque a veces es mal interpretado. En la epístola a los Romanos 12:2 leemos: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”. En la Versión Popular leemos: “No vivan ya según los criterios del tiempo presente; al contrario, cambien su manera de pensar para que así cambie su manera de vivir y lleguen a conocer la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le es grato, lo que es perfecto”. Hay que notar que la “renovación” en este pasaje tiene un “para qué”. No se trata de una “renovación” al gusto de cada uno, sino de una renovación del entendimiento, de nuestra mente, para conocer y comprobar cuál es la voluntad de Dios y, por supuesto, hacerla.

No se trata de una renovación meramente litúrgica o cúltica, sino de una renovación ética. No se trata de una renovación de las formas visibles y audibles de la adoración o la alabanza, sino de una renovación de la manera de vivir. No se trata de una renovación al estilo “islámico”, que cree tener la verdad suprema y pretende que los demás la acepten, sí o sí, sino de una renovación que, como dice el versículo 3, hace que “cada cual… no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura”. Tampoco se trata de una renovación que se produce por mera imitación de lo que otros hacen o dicen, conformándose a la mentalidad mágica o mística de este siglo (que se muestra en las sectas, en los Rolling Stones, y en otros fenómenos multitudinarios), sino de una renovación comprometida con la santidad y con la justicia, que dé respuesta a las verdaderas necesidades del hombre total.

Uno de los problemas más serios y menos comprendidos que afectan a las iglesias de hoy es la vigencia de una idea filosófica, emparentada con el gnosticismo y el neoplatonismo, que supone que Dios es un Ser que produce emanaciones, energías o sustancias, que surgen del Todopoderoso como rayos de luz, casi al estilo de las enseñanzas de la Nueva Era. Así se llega paulatinamente al concepto de “unción”, una emanación divina que se deposita sobre los creyentes, como si no fuera suficiente la presencia del Espíritu Santo en cada verdadero hijo de Dios. Se dice que es un poder que emana de Dios, y que se manifiesta en el ser humano como una energía que en un preciso instante es recibida desde el Espíritu Santo. La idea es que la unción viene “desde afuera” (p.ej., “¡ahí va el Espíritu, sobre los que están parados en ese lugar!”), más como “unción” que como “Persona”. Pero sabemos bien que, conforme a las enseñanzas de las Sagradas Escrituras, la Persona del Espíritu Santo ya está en nosotros desde el mismo día que aceptamos a Jesucristo como nuestro Señor y Salvador.

Según la Biblia, nosotros somos testigos del Ungido (“me seréis testigos”, Hechos 1:8) y no de la “unción”. Las ceremonias de “infusión espiritual” (por las que se transmite la llamada “unción”), frecuentes en nuestro tiempo, son características de una filosofía que puede arrastrar a mucha gente al doloroso terreno de la apostasía profetizada en el Nuevo Testamento. Además, numerosos cristianos se exponen a caer en el grueso error de desestimar lo que Dios ha hecho a través de la historia de la iglesia de Cristo en sus distintas épocas, y olvidar la “grande nube de testigos” que tenemos en derredor nuestro (Hebreos 11:1-40, ídem. 12:1-3).

Actualmente estos problemas se agudizan a causa de los frecuentes casos de delirio místico. El doctor Jorge León, evangélico, conocido experto en enfermedades mentales, dice que “el delirio místico es una de las claras manifestaciones de la enfermedad mental”. Y agrega: “Podemos distinguir la experiencia sana de la experiencia enferma gracias a ciertas características que tienen las personas alucinadas o delirantes. Voy a enumerar algunas de ellas: (1) La persona enferma se cree elegida por Dios para ser depositaria de una revelación que la coloca en un lugar privilegiado. No importa si lo que dice que se le ha revelado está de acuerdo con la Sagrada Escritura o con la lógica. Este es el caso del señor Smith, fundador de la Iglesia Mormona, y de otros grupos de ayer y de hoy. (2) La persona enferma se cree dueña de la verdad absoluta. Todos los que no crean en su doctrina están equivocados. (3) Por lo tanto, se esforzará para convencer a todo el mundo de su verdad. (4) Se presenta como un nuevo Mesías, aunque no lo exprese en público. No es más que un delirante”. Dice después el doctor León: “Contra este tipo de delirio nos advierte el pastor brasileño Caio Favio. Tomando como base la epístola de Judas, Favio ha escrito un libro que recomiendo, dice León: El síndrome de Lucifer. Un síndrome consta de varios síntomas, y el primero que señala Favio es el misticismo patológico. Dice: “ A menudo observamos a las personas que entran en conflicto con la verdad de la Biblia en nombre de revelaciones espirituales. Por no tener bases suficientemente bíblicas para sustentar su argumento, apelan al pretexto de la ‘revelación divina’ que han recibido, para así silenciar los cuestionamientos”.

Claramente se refiere a las alucinaciones cuando añade: “No olvidemos que Judas señala que uno de los síntomas de Lucifer es el uso alucinado de la mística. Él dice que estos hombres están “alucinados en sus delirios” (Biblia de Jerusalén):” Y agrega el doctor León: “Tengo la impresión de que para lograr un auténtico avivamiento espiritual es necesario que los pastores y líderes laicos tengamos suficiente información científica para distinguir entre lo sano y lo enfermo en una experiencia que se supone es espiritual”. (Dr. Jorge León, Boletín Nº 68 de la Fraternidad Teológica Latinoamericana, páginas 58-59).

Algunas de las personas que padecen desajustes emocionales, disturbios psicológicos, conflictos familiares, problemas éticos, u otros antecedentes que dan origen a algún tipo de patología mental, suelen aferrarse a una supuesta “experiencia espiritual”, tratando así de convivir con su falta de sanidad interior. Por ejemplo, quienes viven en la frontera entre lo bueno y lo malo, (en la “zona gris”), están muy expuestos a caer en ese tipo de crisis. Lo mismo podría ocurrir con los que no han superado las vivencias traumáticas de su pasado, o con quienes arrastran sentimientos de culpa. Además, hay otros que llegan a protagonizar cultos entusiastas tan sólo para descargar sus tensiones, buscando algo así como una catarsis, o una “liturgia terapéutica”, pero no una genuina adoración a Dios.

Otra vertiente del contexto en que nos movemos es el renovado énfasis en los milagros. ¡Como si nunca hubiesen ocurrido!. Ya dije que así no se hace justicia al obrar de Dios en la historia de su iglesia a través de los siglos. Siempre es indispensable identificar a los “hacedores de milagros”, ya que cualquier milagro no es en sí una demostración de la autenticidad del movimiento del Espíritu (ver San Mateo 7:21-23), Hoy hacen “milagros” los espiritistas, los santos y las vírgenes de diversos cultos, la Difunta Correa, los brujos de Haití, los “pais” de Umbanda, etcétera, más una infinidad de curanderos y sectas. Pero, además de milagros que podrían atribuirse a fuerzas demoníacas, deben tenerse en cuenta las sanidades psicosomáticas, que se pueden explicar científicamente sin necesidad de pensar en influencias sobrenaturales. La Biblia dice que una gran multitud seguía a Jesús “porque veían las señales que hacía en los enfermos” (Juan 6:2,22-24), pero después de oír su predicación “muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él” (Juan 6: 60-66). El punto clave es el mensaje, no los milagros.

Muchos miles siguieron a Jesús viendo sus milagros, pero en el aposento alto sólo ciento veinte perseveraron en oración (Hechos 1:15) y apenas quinientos lo reconocieron después de la resurrección (1ª Corintios 15:6). Jesús advirtió que “se levantarán falsos cristos, y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios, de tal manera que engañarán, si fuere posible, aun a los escogidos” (Mateo 24:24). La Biblia dice que el falso profeta que acompaña al Anticristo “hace grandes señales, de tal manera que aun hace descender fuego del cielo a la tierra delante de los hombres. Y engaña a los moradores de la tierra con las señales que se le ha permitido hacer en presencia de la bestia” (Apocalipsis 13:13-14). Los magos de Egipto también imitaron los milagros que Dios hizo por medio de Moisés y Aarón (Éxodo 7:11 hasta 8:7). Los milagros, pues, no son una demostración definitiva del obrar de Dios. Falsos cristos y falsos profetas también pueden hacerlos.

El desmedido énfasis en los milagros produce frustración cuando el esperado milagro no se produce. Es frecuente, por ejemplo, vincular sanidad con exorcismo, reprendiendo al demonio que, según esa doctrina, produce la enfermedad. Surge así el ministerio del “sanador y exorcista” que aparece en diversos movimientos carismáticos y en distintas religiones. Pero cuando la sanidad no ocurre alguien podría preguntarse si el exorcismo fracasó porque el demonio era más fuerte o el sanador carecía de poder. Entonces se afirma que el enfermo “no tuvo fe”, o que su liberación “no era la voluntad de Dios”, ¡como si Dios no quisiera liberar a los oprimidos por el diablo!. La respuesta correcta es que la base doctrinal de ese tipo de ministerio no es correcta.

Y bien hermanos, hoy me he atrevido a ocupar este púlpito para referirme a algunos de los aspectos del “contexto interno” en muchas iglesias evangélicas en nuestros días. Otros aspectos ya han sido considerados en mis mensajes de los recientes años. Pero antes de terminar les invito a dirigir también la mirada hacia el contexto fuera de nuestras iglesias.

2. El contexto FUERA de la Iglesia

Tratando de ser objetivos podemos empezar afirmando que hoy la gente no tiene interés en concurrir a las iglesias, salvo que sea atraída por dudosas promesas de prosperidad, milagros y bienestar general. El cuadro debe medirse no por el tamaño de los templos, estadios, u otros lugares de reunión, sino por el enorme número de las personas sin Cristo, hostiles o indiferentes, que están fuera de nuestras iglesias y de nuestras actividades. Además, quedan sin incluir muchos que, aunque asisten a los cultos, por su manera de vivir y sentir están muy lejos de lo que pide el Señor.

Para referirme al contexto exterior, que afecta profundamente a las iglesias evangélicas, mi propósito de hoy es enfatizar que, ante la realidad de un mundo indiferente a los valores de la genuina vida cristiana, es imposible que nuestras iglesias sigan funcionando de la misma manera que lo hacían hace cincuenta años. No me refiero a la música ni a otras innovaciones litúrgicas que no constituyen el fondo de la cuestión. Las renovaciones musicales y litúrgicas han ocurrido muchas veces en el curso de la historia. Han sido fenómenos locales, o regionales, o nacionales, o internacionales, que han contribuido a la formación de nuestra himnología y a la evolución de las formas de culto. Pero hoy no vamos a detenemos en ese tipo de análisis, que está suficientemente documentado en muchos libros. Lo que nos interesa ahora es cómo responder a las necesidades del hombre y la mujer, del ser humano total, en este tiempo de postmodernidad.

Quisiera llamarlos a asumir una nueva perspectiva de la misión de la iglesia ante los millones que no oyen el mensaje de salvación, y exhortarlos a pensar que si las gentes no asisten a nuestras iglesias somos nosotros los que debemos ir a la gente. Es indispensable que consideremos el contexto en que se mueven las multitudes a nuestro alrededor y de qué manera podemos y debemos llegar hasta ellas con el evangelio de nuestro Señor Jesucristo. Esta inquietud tendría que ser el permanente tema de nuestros estudios y de nuestra acción.


* Mensaje predicado el 10 de abril de 1998 a la Iglesia Evangélica Bautista Argentina del Distrito Arroyito, Rosario.

La disciplina se adquiere, no se nace con ella

Es sorprendente descubrir cuántos significados tiene la palabra «disciplina». Por ejemplo, la «disciplina» es un instrumento, generalmente hecho de cáñamo, con varios ramales, cuyos extremos son más gruesos. Ese instrumento se usa para azotar o para azotarse. Por eso se llamaba «disciplinante» a la persona otras veces llamada «flagelante» que en los días de la celebración católica de la Semana Santa caminaba por el pueblo azotándose a sí misma y rezando las distintas «estaciones de la pasión».

También se les decía «disciplinantes de luz» a los que en las procesiones iban alumbrando con hachas y cirios a quienes se castigaban con tales disciplinas. En Cuba hay una planta parásita, de largos tallos articulados, pero sin hojas, que igualmente se llama «disciplina». Por otra parte, la palabra «disciplina» también se usa para aludir a una ciencia, un arte, una facultad; o para referirse al conjunto de reglas existentes para mantener el orden y la subordinación entre los miembros de una colectividad; o para describir normas o métodos en el modo de vivir (por ejemplo, «Fulano es una persona disciplinada»).

También hay variedad de definiciones en las estructuras religiosas. A veces, la «disciplina» está asociada al «discipulado» (como lo demuestra su origen etimológico) y se la describe como la doctrina o instrucción transmitida a una persona, especialmente en lo moral y lo espiritual. Hay estructuras eclesiásticas que conciben la «disciplina» como la observancia de leyes y ordenamientos propios de la institución, o el acceso a ciertos conocimientos avanzados. Esto ocurría, por ejemplo, en los primeros tiempos del cristianismo, cuando se practicaba la llamada «disciplina arcani» o «disciplina del secreto», que impedía revelar algunas doctrinas más profundas (como la Trinidad) a muchos de los recién convertidos, hasta que tuvieran una mayor madurez espiritual. En la Iglesia Católica Romana existe la «disciplina eclesiástica», que es el conjunto de las disposiciones morales y canónicas de esa iglesia, y se relaciona con el Derecho canónico.

Pero el Derecho canónico es teórico, en tanto que la «disciplina eclesiástica» es, ante todo, práctica, y toma en cuenta el contexto, la diversidad de caracteres, los temperamentos y los modos de ser de los pueblos entre los que ejerce su misión. En tanto el Derecho canónico tiene mayor relación con los dogmas invariables, la disciplina eclesiástica suele, en determinadas ocasiones, adaptarse a las circunstancias.

Pero, ¿qué es, para nosotros, cristianos evangélicos, la «disciplina»? En pocas palabras diríamos que «la disciplina es la manera práctica con que el Espíritu Santo nos hace mejores discípulos de Jesucristo». Como veremos en el presente tema, es también una actitud aparentemente paradójica: El Señor quiere que tengamos dominio propio, que tengamos el control de nuestras actitudes, que no seamos indisciplinados; pero Él también quiere tener el completo control de nuestra vida. En este sentido, disciplina es someterse incondicionalmente al señorío de Jesucristo. Esa sujeción lleva implícito un proceso de continuo aprendizaje y permanente obediencia. Pablo le dice a Timoteo: «Ejercítate para la piedad» (1 Ti. 4:7). En Hebreos 5:14 se hace referencia a «los que han alcanzado madurez, ...los que por el uso tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal». Puede parecernos redundante, pero para desarrollar el hábito de la disciplina, hay que disciplinarse. Algo parecido ocurre en el nivel secular: Para ser un médico disciplinado, tengo que ser un estudiante disciplinado.

No es correcto, pues, considerar al vocablo «disciplina» tan sólo como un sinónimo de «castigo». La Biblia dice: «Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por él; porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo» (He. 12:5-6). El versículo 7, en la paráfrasis de «La Biblia al Día», dice: «Dejemos que Él nos discipline, porque así es como cualquier padre amoroso educa a sus hijos». En otras palabras, se puede definir la «disciplina» como el camino que Dios sigue para educarnos. Por eso «disciplina» y «discípulo» tienen la misma raíz.

La disciplina en mí mismo

En mi adolescencia fui alumno de dos colegios donde se practicaba una estricta disciplina. Uno de esos institutos tenía un rigor intolerable, y yo fui amonestado varias veces por mi costumbre de hacer chistes. Estaba prohibido violar las reglas. Cuando el profesor entraba al salón de clases todos debíamos ponernos de pie y decir en voz alta, respetuosamente, «Buenos días, señor profesor» en forma unánime. Si alguien se atrasaba y terminaba una sílaba más tarde, era duramente reprendido. En los cursos de gimnasia marchábamos «a paso de ganso». En el coro, entonábamos canciones militares. Después fui a otro colegio donde la disciplina era igualmente rígida. Yo tenía 15 años de edad y una vez estornudé sonoramente en el laboratorio de química. Los demás alumnos rieron a carcajadas, pero el profesor me ordenó salir del aula y presentarme a las autoridades del colegio para recibir la correspondiente sanción disciplinaria. En ese tiempo yo no aceptaba ni entendía esta clase de disciplina. Por añadidura, en la iglesia los diáconos nos reprendían severamente cuando los adolescentes cometíamos alguna travesura. Por supuesto, a veces merecíamos un castigo, como la vez que, poco antes del culto, metimos un perro en el interior de la plataforma donde se apoyaba el púlpito, que comenzó a ladrar cuando el pastor (que era mi padre) inició su mensaje. Cuando cumplí dieciocho años tuve mi primer empleo, en una empresa secular, donde aprendí otras normas de disciplina que hasta entonces había desconocido.

Gracias a Dios, la disciplina que me enseñaron los profesores, los predicadores, los diáconos y otros, incluyendo a mis mayores, mis padres, mis maestros de la escuela dominical, mi novia, mis consejeros cristianos, etc., me hizo adquirir sanas normas de conducta, sobre todo las que están fundadas en la Sagrada Escritura. Es difícil ser disciplinado sin haber aprendido a disciplinarse. Acostumbrarse a leer la Biblia, a orar, a ofrendar, a tener una agenda, a ordenar los compromisos, a distribuir bien el tiempo, a administrar bien el dinero, a respetar y obedecer los mandamientos del Señor, no siempre es fruto de un impulso espontáneo. La disciplina se adquiere, no se nace con ella. Además, todos necesitamos ser exhortados y amonestados para corregir nuestros errores y abandonar nuestros hábitos pecaminosos.

viernes, 11 de mayo de 2007

Resucitaste, Señor

Resucitaste, Señor, resucitaste,
Y a todo el Cosmos gritaste tu victoria
Mientras el cielo te cantaba gloria
Como cantó cuando naciste.

Resucitaste, Señor, resucitaste,
Y al caos que esparcía gris ceniza
Transformaste en portales de esperanza
Encendiendo en tu iglesia la alabanza.

Resucitaste, Señor, resucitaste,

Huyó ante ti el espanto de la muerte,
Cayó ante ti la sombra del sepulcro,
Perdió ante ti la garra el infierno,

Y supo el mundo que su propia suerte
Será aceptar el triunfo del Más Fuerte.


-Semana Santa, 2007